Arequipa
Peru - 15 de agosto, 2006
Después de 16 horas de viaje nocturno desde Lima llegamos a la ciudad blanca, Arequipa, una ciudad colonial con edificios construidos en sillar (piedra caliza) y rodeada de tres montañas nevadas: el Chachani, el Misti y el Pichu-Pichu. La ciudad es agradable y tranquila para caminar y disfrutar de la comida y los dulces típicos.
Torre de la catedral de Arequipa con el Misti al fondo
Ya desde el principio teníamos muchas expectativas de la comida arequipeña y el taxista que nos llevó de la terminal de buses hasta el centro nos comentó que la mejor comida la podríamos saborear en las “picanterías” que se encuentran en las afueras de la ciudad.
Nos instalamos en una linda posada, “el Hostal del Virrey”. Su propietaria, doña Leticia, estuvo muy entusiasmada al hablarnos de los diferentes platos y pronto buscó un taxi que nos llevara directo a la picantería “La Tigresa”. Llegamos temprano y preguntamos si tenía el famoso “rocoto relleno”, un chile parecido a un pimiento o chile dulce rojo pero bastante picante.
Como no estaban listos todavía nos recomendaron unas bolitas de yuca rellenas con queso y envueltas en huevo. Ya con eso estábamos encantados pero luego llegaron los rocotos que realmente eran de chuparse los dedos.
Convento de Santa Catalina
Arequipa tiene una joya arquitectónica que le ha dado fama, el monasterio de Santa Catalina de Siena que es el mejor exponente de la arquitectura colonial arequipeña y tiene una sigular historia. Este convento fue fundado en 1579 por una dama viuda de la sociedad arquipeña con la finalidad de dedicarse a la oración y a la contemplación.
Pasaje interior dentro del convento
Aquí ingresaron mujeres de diferentes clases sociales y procedencias, ellan llevaban una vida de clausura, y se diferenciaban por ser “monjas de velo negro o velo blanco”. Su ingreso estaba condicionado al encierro de por vida y a la aparente renuncia de “lujos” y comodidades de una vida clasista. Al ingresar deberían llevar consigo apenas lo necesario para su estancia: un colchón, una almohada, dos juegos de sábanas, dos pares de botines, dos cambios de ropa, un candelabro, una bacenilla y una cuota para su manutención.
El convento no se escapó de la diferenciación de clases existente en la sociedad del momento pues había monjas que gozaban de ciertos privilegios, viviendo en espacios más cómodos, con muebles más lujosos e incluso con servidumbre (hasta 3 sirvientas).
Corredor en uno de los claustros
El claustro estaba rodeado de muralllas de sillar que impedían la comunicación con el exterior, era una ciudadela amurallada dentro de la ciudad de Arequipa. Las novicias, en su mayoría jóvenes de poco más de 15 años, pasaban un año preparándose para tomar los votos, acomodadas en celdas individuales con los utensilios y enceres personales.
El convento estaba dividido en varios espacios propios para la actividad que la vida religiosa demandaba: el claustro de novicias, el claustro mayor, la iglesia, el coro alto y bajo, los confesionarios, el prefectorio, la cocina y el comedor generales, la lavandería y la huerta, el cementerio y otros espacios.
Caminar por el interior de este gran convento nos hizo remontarnos a esos años de encierro e imaginar la vida de las monjas reviviendo las actividades cotidianas: una procesión de monjas de velo negro al atardecer, escuchar a coro las melodiosas voces de un Padre Nuestro, el trajín de la cocina, sentir el calor del horno encendido donde se cocinaban las hostias, escuchar los pasajes de la vida de Santa Catalina con la voz parsimoniosa que sale del púlpito mientras las novicias toman sus alimentos.
Recorrer las callecitas del convento nos hace pensar en el estilo de vida de las enclaustradas ya que las más adineradas gozaban de un estilo diferencial del resto, tenían un pequeño “departamento” con un dormitorio, una sala-comedor, la cocina, un baño y un jardín, aparte del dormitorio de la servidumbre que se encargaba de proporcionarle todos los servicios que una “dama” requería. Estas monjas-damas se hacían llamar “doña” pero con la llegada de un obispo más estricto se les empezó a llamar “sor” así como también se les redujo la cantidad de servidumbre a una sola moza de oficios domésticos.
Cocina en un apartamento particular de una monja
En el monasterio vivieron aproximadamente 450 enclaustradas quienes en su mayoría permanecían en reclusión desde su ingreso hasta la muerte. Salvo para casos especiales y por previa autorización del obispo de Arequipa podían recibir visitas, éstas se daban a través de una doble ventana en donde la enclaustrada conversaba con su visitante.
Lavandería en grandes vasijas de barro
Desde 1579 hasta 1970 (371 años) el clasutro permaneció cerrado al resto del mundo, salvo en dos ocasiones (1958 y 1960) en que fue dañado por terremotos y tuvo que ser reconstruido y las monjas fueron temporalmente cambiadas de lugar.
Algo que llamó nuestra atención durante el recorrido fue conocer el “profundis” frente al claustro de los naranjos. Este lugar cumplía la función de velatorio en donde se hacían las oraciones y misas de cuerpo presente a las monjas fallecidas. Actualmente se exhiben fotografías de algunas de ellas así como las cartas del trámite civil para ser enterradas dentro del claustro y no en el panteón de la ciudad.
El adobo
El sábado estábamos preparándonos para salir al día siguiente y nos encontramos con doña Leticia quien nos preguntó si ya habíamos probado “el adobo”. Realmente no habíamos oído hablar de ese plato, entonces ella nos explicó que es una tradición muy arraigada en Arequipa comer adobo los domingos para el desayuno.
A pesar de que queríamos salir temprano decidimos que valía la pena retrasar un poquito la salida. Nos levantamos temprano y nos fuimos a un pueblito cercano donde había varias picanterías que preparan el mejor adobo.
Entramos a una de ellas que estaba llena de gente local que venían a deleitarse con este plato que se prepara dejando la carne de cerdo macerando en rocoto y otras especies desde el día anterior. Luego se cocina en ollas de barro dejándoles bastante jugo. Este jugo se come remojándolo en trozos de pan. Al final sirven un té con licor de anis para hacer la digestión pues el plato es bastante pesado.
Terminamos nuestro desayuno y como aún nos quedaba un poco de tiempo para ir a tomar el bus, quisimos darnos el gusto de comer por última vez un delicioso helado de paila que ahí le llaman queso helado.
Estos son los sabores que sólo quedan en nuestro recuerdo, son las delicias de la vida que en Perú nos han vuelto locos una y otra vez.
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